Todos tenemos un rincón favorito en el mundo que nos hace sentir bien; que, por mucho tiempo que pases sin ir a él, cuando regresas te das cuenta que no ha dejado de esperarte; que es tal y como lo recordabas, inluso más bonito; y que sigue dispuesto a escuchar tus pensamientos una vez más, y sin más. Mi rincón favorito es este. Un rompeolas de la ciudad que me ha visto crecer. Y ahí está, después de años sin acudir a él, por fin nos reencontramos.

Ya es más de media tarde y el sol, a medida que va desapareciendo, va pintando el cielo con colores de postal. Mientras tanto, la luna se va abriendo paso en el cielo reflejando un camino en el mar, como si tratara de convencernos de que llegar a ella no es tan difícil y, que a pesar de la distancia, no está tan lejos. Todo ello, con una banda sonora de fondo inmejorable formada por el sonido del mar que, con su suave vaivén, va acariciando y esculpiendo dulcemente las rocas. Los gatos, que por la hora que es ya son pardos, empiezan a desfilar entre las piedras buscando algo de comida. Los pescadores aguardan pacientes bajo la luz del faro a que su caña haga el más mínimo movimiento como señal de que algún pez despistado ha picado el anzuelo. Y luego está mi bicicleta, que me mira desde la pared en la que está descansando y yo le digo que espere un poco más, al menos, hasta que acabe de escribir estas líneas.

Y entonces simplemente respiro. Trato de absorber el aroma de ese lugar para no echarlo tanto de menos y me prometo (y le prometo) que nos volveremos a ver pronto. Porque al final una parte de la vida es eso. Ser capaz de encontrar una porción del mundo donde poder perderte contigo mismo, olvidar que el tiempo existe y hallar la calma silenciosa que tu cuerpo pide a gritos.