Ojos cerrados y miradas abiertas

Siempre he pensado que una de las partes más poderosas del cuerpo humano son los ojos. A través de la mirada, son capaces de hablar por sí solos cuando las palabras faltan o están de más, son los grandes aliados de la sinceridad y siempre están dispuestos a revelar esa realidad de la que ni tú mismo eras consciente. También son capaces de gritar en silencio cuando no quieres hacer ruido, de desprender destellos de alegría cuando no puedes saltar y de querer a alguien sin necesidad de decir nada.

Pero más alla de la mirada, los ojos son todavía mucho más poderosos cuando están cerrados. Con tan solo un movimiento de párpado, todos los sentidos se intensifican y, en cuestión de segundos, viajamos del mundo exterior a nuestro mundo, ese rincón que solo nosotros mismos podemos visitar y que en ocasiones olvidamos frecuentar. La cortina formada por una hilera de pestañas nos protege de cualquier distracción, como esa persiana bajada por la mañana para que los rayos de sol no interrumpan las horas de sueño que nos quedan antes de que suene el despertador, como ese modo avión del móvil que nos aísla de cualquier conexión.

Es en ese rincón de nosotros mismos donde los sentimientos corren descontroladamente, donde los pensamientos hablan sin filtros, donde los imposibles no existen, donde la imaginación no tiene límites y donde todos los sueños se hacen realidad sin necesidad de llegar a estar dormido. Y ahí, en ese diálogo interno, es donde tenemos el gran reto: conseguir que la mirada que lanzamos a nuestro mundo se corresponda con la mirada que proyectamos hacia fuera. O lo que es lo mismo: lograr que lo que vivimos con los ojos cerrados se haga realidad con los ojos abiertos.

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