El pintor del cielo

De todos los oficios conocidos, aquel era el menos común, y también el más exclusivo. Modestamente se definía como artista, aunque por todos era sabido que aquella palabra era demasiada pequeña para tal cargo.

Cada día, antes de que se marchitara la luz del sol, cogía sus pinturas, desempolvaba el pincel y daba inicio a su jornada para cumplir con su misión: pintar el cielo.

Aquella tarde decidió colorearlo desde el mar. Se subió a una roca y empezó a dar forma a su obra. Escogió tonos sencillos, entre rosáceos y azulados, puesto que quería conseguir un atardecer discreto a la vez que bonito.

Con unos pocos trazos consiguió que ambos adjetivos danzaran con las olas en perfecta armonía. Después de algún retoque más, dio por concluído su cuadro, recogió sus herramientas y, mientras dejaba atrás su obra reflejada en el mar, todo aquel que levantaba la mirada quedaba absorto ante lo que sus ojos contemplaban.

Ajeno a las reacciones, empezó a andar con rumbo fijo jugando con posibles respuestas a su mayor pregunta:  ¿qué lugar escogería al día siguiente para sumar una pieza más a su colección celestial?

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